sábado, 2 de abril de 2016

Dejando el pañal - Tomo Cero

Porque todo, menos el tiempo, inicia en algún momento. Como mencioné anteriormente, un día decidimos que era el momento justo para que mi hija dejara el pañal.

Seguíamos transitando el mes de su segundo cumpleaños, la temperatura era ideal y faltaban casi tres meses para que volviera al jardín. Pero en diez días, salíamos de vacaciones durante un mes, el viaje en auto duraría al menos siete horas y cuando volviéramos, la vuelta al trabajo reorganizaría a la familia de nuevo. El período vacacional era necesario para reforzar el hábito pero no nos podíamos arriesgar a iniciar el proceso en un lugar todavía desconocido para nuestra hija.

Recuerdo tener pesadillas acerca del tema, me hablaban otros padres de una o dos semanas infernales e inevitables. También recordaba con cierto pesar, a mi madre contarme los pormenores del asunto cuando ella decidió que no lavaría más pañales (sí, cuando yo era bebé era todo más ecológico y salvaje). Pero mi mayor miedo, era que se cruzaran, en el camino a dejar el pañal, los viajes largos hacia el maternal. Hasta ese momento, cada vez que salíamos llevaba una muda de ropa para ella, imagínense el tamaño del equipaje si tuviera que haber llevado una muda para mí.

El día anterior desarrollamos un protocolo de acción, para el momento en que ella nos pidiera. Pero el manual para ayudar a que eso sucediera nunca lo encontramos.

Ese martes a la mañana, me aseguré que todos los sitios de pronósticos meteorológicos coincidieran con una margen del cinco por ciento de diferencia, en que no llovería por los próximos siete días. Mi hija dormía y tenía el pañal seco. Quedaba stock para un último cambio, pero lo guardé con mi última sonrisa del día en la caja de los recuerdos.

Confiado en comenzar con el pie derecho, la levanto despacito, le saco el pañal y la siento en su pelela. Cuando despertó, le cantamos algunas canciones durante veinte minutos hasta que se levantó en un descuido y salió corriendo a esconderse. La encontré fácilmente siguiendo el rastro que dejó en el camino.

Al atardecer, el marcador era catorce a cero y teníamos la mitad de los muebles afuera, aireándose con las débiles brisas del ocaso.

No fue uno de mis mejores amaneceres, mi hija se hizo experta en esquivar la pelela, incluso se divertía corriendo alrededor de la casa visitando rincones inaccesibles. Nunca tuvo la casa tanto olor a limpio, en todo momento uno limpiaba y el otro se encargaba de la instrucción. Para la merienda, nos peleábamos por limpiar y  para estirar el momento, repetíamos el proceso tres o cuatro veces.

Al comenzar a picar el ajo para la cena, me dí cuenta que tenía las manos agrietadas, por un ardor letal que me dejó sin apetito. Sólo cociné para ellas un arroz con queso, comida vaga si las hay. Al llamar a comer, mi hija me responde: "¡PIPI, PIPI, PIPI!.

Accionamos el protocolo con una sincronía familiar perfecta y el festejo duró hasta la madrugada, esa noche cambiamos el menú televisivo por videos motivadores sobre decirle adiós al pañal y darle la bienvenida a la pelela. El marcador finalizó dieciocho a uno.

El tercer día arrancó bien con algunos contratiempos, pero pasado el mediodía, la sonrisa nunca volvió a despegarse de mi rostro.

Podría decir que el proceso de dejar el pañal tardó menos de una semana, también que duró casi tres días. Pero la verdad, es que el tiempo transcurrido fue de ciento noventa y tres mil ochocientos cincuenta y siete segundos, milisegundos más milisegundos menos, quién los cuenta.

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