lunes, 31 de octubre de 2016

Un caramelito

Una costumbre histórica, al menos en nuestro país, es la de darle un caramelo a un niño o niña en pleno desarrollo de una rabieta para calmarlo.

A mi hija le ofrecen caramelos muy seguido, incluso la gente ni se toma la molestia en preguntarme.

En las filas lentas del almacén, no sólo le ofrecen algo dulce, sino la posibilidad de saltarnos al primer lugar. Mi respuesta es siempre la misma, no queremos que se acostumbre a recibir regalos en la calle y a lo segundo explico que tiene que aprender a ser paciente.

La mayor aberración al respecto la vi de casualidad en el jardín maternal. En la clase de gimnasia manejaban a todos los chicos con caramelos como premio, así como se entrenan a los perros. Otra de las razones por las que decidimos que ese jardín no era para ella.

Viajando en el subte, enfrente nuestro, una hija de treinta y pico le reprocha a su madre el haberle ofrecido una golosina a mi hija; me pide disculpas (sólo la hija), diciéndome que su madre es de otra época y que por más que ya se lo expliqué mil quinientas veces, no entiende que no es bueno que los chicos se acostumbren a recibir cosas de extraños.

Mi amigo odontólogo me consuela, mi hijo pasó sus primeros tres años de vida sin probar un caramelo, el primer día de jardín salió con la boca, con las manos y los bolsillos llenos de dulces masticables.

Parece una película de terror, pero a simple vista, los caramelos son un enemigo dulce y silencioso.

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