viernes, 18 de marzo de 2016

Heredando gustos y sabores

Hoy la tormenta madrugó antes que yo, son las seis y el mini diluvio no amaina. Tiro al aire un dado mental que siempre cae del lado donde están los panqueques.

Para cocinar tranquilo a esta hora de la mañana, lo ideal es no hacer ruido, por eso se me escapa una mueca rara de los labios cuando al romper la cáscara del huevo siento que superé la máxima de decibeles permitidos. Oriento rápidamente mi oreja derecha hacia las habitaciones y me quedo quietito hasta que alguien cambia abruptamente de lugar en la cama, espero unos segundos y el aroma a manteca a punto de quemarse me obliga a seguir más sigiloso que antes.

No hay mayor felicidad al cocinar que la aprobación fehaciente de los comensales. Esto nunca funciona si es tácito, debe haber un claro y directo indicio de que la comida servida es lo que el otro estaba esperando. Mi hija es una especialista nata en este sentido. Desarrolló tempranamente un modo de aprobación compuesto de una M sostenida que empieza con una nota aguda y luego de tres segundos culmina con una relamida de labios y una autocaricia sobre su pancita.

Para felicidad de mis necesidades culinarias, mi hija se deleita cuando la despierto con el olorcito a panqueques con dulce de leche. No fue fácil introducir esta comida en su menú. Durante los primeros intentos descubrió que se podían desenrrollar y el dulce de leche estaba a disposición sin intermediarios. Imaginen un doble eclipse facial producido primero por el panqueque y luego por el dulce de leche.

Esto me enseñó dos cosas importantes, hacer los panqueques para ella más pequeños y poner una mínima capa apenas visible de dulce de leche sobre el mismo. Ahora los come como una lady.

Cuando la senté a desayunar me anoticio que no quedaba más dulce de leche...

El reemplazo fue mermelada de arándanos y a modo de protesta me devolvió medio panqueque cubierto de mordidas aleatorias, claro síntoma de que estuvo buscando el tesoro y nunca lo encontró.



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