viernes, 25 de marzo de 2016

Oferta y demanda

En los momentos difíciles se ve la verdadera naturaleza de las personas.

Luego de un día largo, dinosaurios a la mañana, mediodía con su primo, pequeña siesta en lo de la tía, salida grupal a una de las librerías más divertidas que existen, culminando en una plaza blanda muy entretenida de centro comercial. Mi esposa que aprovechó nuestra salida para adelantar trabajo de la semana en casa, me mensajea que un diluvio anegador se acerca rápidamente hacia nosotros.

Hago un escaneo mental del cargamento de mi mochila y me reconforta que el paraguas y el piloto de ella estaban tildados con verde.

Miro a mi hermana y el cansancio se le caía de los ojos como a mí. Le guiño, hago un cabeceo silencioso y enfilamos disimuladamente hacia la salida. La lluvia nos empezó a llamar por teléfono, era mi esposa comentándome que en la tele mostraban a la tormenta veraniega casi encima nuestro.

Saco el paraguas del bolsillo del pantalón (sí, cerrado entra en un bolsillo), me acomodo bien la mochila, upa a mi hija en el brazo izquierdo, SUBE por las dudas en el bolsillo frontal izquierdo de la camisa, protector cenital abierto en la mano libre. Nos despedimos rápido y sin mucha ceremonia en la esquina.

Mi hija me libera del paraguas para tener el llamador de taxis disponible. Pero un domingo a la tarde normal, no hay taxis porque nadie los quiere, no hay necesidad de apurar a un domingo porque nadie quiere que el lunes llegue.

Nos resguardamos en la parada de un colectivo y nos subimos al primero que pasó, para hacer escala más adelante. Unos minutos después, parecía que estábamos arriba de un bote en el Tigre.

Para nuestra suerte, el sentido del camino iba a contramano de la tormenta. Cuando nos bajamos, si bien no llovía tanto, el agua seguía drenándose.

El taxi era el objetivo, nos paramos cerca de la esquina levantamos la mano para parar uno que parecía vacío pero siguió de largo. Una señora atrás mío protestó porque no paró y al rato la veo pararse cinco metros delante nuestro.

Un trueno, hizo que todos en la calle miráramos hacia arriba. Miro a la señora, cuento hasta diez y me ubico seis pasos delante de ella. Empezó a garuar, mi hija no resistía más la tentación de chapotear en esos apetitosos charcos e inició una competencia de saltos a upa de papá.

Diez minutos después, la guerra fría con la roba taxis nos llevó hasta casi la otra esquina. Cambio de táctica y haciendo gala de una diplomacia encantadora, le ofrezco compartir el primer taxi que aparezca; me mira raro, me hace una mueca y se da vuelta. Nuevamente, entablo otra conversación  y mientras me ofrece una negativa elocuente y tajante; veo que dobla un taxi vacío.

Con la mejor cara de poker, la dejo con su perorata, me adelanto unos pasos con la mano levantada, abro rápido y nos subimos sin mediar palabra. Estaba tan acalorado y transpirado, que abro un poco la ventana para respirar con ganas, luego de las indicaciones arrancamos. La inocencia de mi hija fue la frutilla del postre, con todo su entusiasmo característico agitaba su mano y le gritaba ¡Adióóóósssss!

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