martes, 22 de marzo de 2016

Salimos a girar

Es difícil encontrar lugares para pasear cuando los niños son tan pequeños.

Antes de cumplir un año, ya dominaba las artes de correr, trepar, subir escaleras, chapotear charcos de lluvia y de escuchar selectivamente. La casa y el patio de casa ya le quedaban chicos, entonces comenzamos a buscar lugares que ayuden a encauzar su temprano desarrollo.

Por momentos nos sentimos muy solos durante la búsqueda, hasta que encontramos algunas actividades prometedoras. La mayoría de los lugares que visitamos tenían la virtud de que un gran comunicador había fabricado un anzuelo publicitario perfecto, pero más allá de la decepción, entendí que el contacto con sus pares era esencial.

Pasaron varios meses y la anotamos en el jardín maternal, pero en lista de espera, entonces tuvimos que adaptar nuestras necesidades a la oferta vigente y probar lugares hasta encontrar el ideal.

Visitamos varias calesitas en el último año. La peor fue en la que vi al calesitero dorar sus dedos con una buena rascada, antes de agarrar el sortijero. Salté como un león para rescatar a mi princesa de semejante situación. Mi hija lloró todo el viaje de vuelta, con berrinches angustiantes y gritos ensordecedores. Si ven alguna vez a un calesitero panzón, corran.

La mejor era atendida por el tataranieto del abuelo de Heidi, pelo canoso y cara de bonachón, su esposa atiende la caja, no la conozco mucho pero podría interpretar fácilmente a la abuelita de caperucita roja. Fuimos varias veces y aunque siempre costaba irnos, pasábamos un largo momento de serena felicidad. Un día, fuimos en un horario raro y éramos los únicos clientes. A la octava vuelta, me ofrece enseñarle a mi hija a sacar la sortija. Mi primera reacción fue decir: ¡Pero es una bebé todavía!. Él se sonrió y juntos pusimos manos a la obra. El primer intento la saqué yo para mostrarle cual era el objetivo. El segundo y el tercero, se le escurrió la sortija entre los dedos. Del cuarto al décimo intento nos ganamos otra vuelta más, o eso quise creer yo.

El bonus track se lo lleva una calesita anunciada como de época criolla y gratuita, fuimos tres veces y siempre cerrada. Si alguna vez la ven abierta, chiflen, nos quedamos con ganas de subir al carro lechero.

Las calesitas son un buen lugar aunque el efecto es efímero. Tan efímero como la regla de tres simple. O sea, el resultado final de las ganas de mi hija, multiplicadas por el presupuesto diario y todo eso divido por el cociente entre el valor de la entrada y la cantidad de giros. Pero las matemáticas fallan cuando el boleto es capicúa, ese boleto dormirá para siempre escondido dentro de una oscura billetera abarrotada de recuerdos.

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